Broche de oro a lo que se conoce como su «trilogía familiar» ?la inaugurada por «La buena voluntad» y prolongada en «Niños de domingo»?, estas confesiones sirven al inmisericorde Bergman para desnudar, tan literal como figuradamente, al personaje más carismático de la saga, su madre. Al hacerlo, entrega también la pieza del enigma que se nos había negado hasta ahora, el adulterio.
Anna lleva más de una década casada con el severo pastor Henrik Bergman cuando inicia una relación furtiva con un estudiante de teología mucho más joven que ella y buen amigo de su marido, por añadidura. Un encuentro casual con su viejo confesor de la infancia acelera la cadena de los acontecimientos, y es entonces cuando afloran de verdad la tensión y el rencor larvados largo tiempo en el seno del matrimonio.
Armado de preguntas, con la ferocidad y la delicadeza a las que ya nos tiene acostumbrados en su feliz y fecunda última etapa literaria, Ingmar Bergman vuelve a adentrarse en la difícil relación de sus padres y firma una novela de sensibilidad, crudeza y elegancia abrumadoras, un acto de conciliación íntimo que es también el reflejo de un mundo ya desaparecido pero cuyos ecos siguen resonando aún hoy.
La inmensa estatura de Ingmar Bergman como cineasta ha eclipsado demasiado a menudo su también inmensa importancia como escritor. En la primera entrega de su «trilogía familiar», Bergman reconstruye, a partir de fotografías, especulaciones y frases dichas a media voz, los primero años de la turbulenta relación de sus padres. Una relación enferma, llena de epifanías y decepciones, herida por los prejuicios y el hostigamiento familiar, si no por el mismo impulso que la hizo nacer. Concebido como un epílogo al filme «Fanny y Alexander» y convertido en serie de televisión y largometraje por Bille August como «Las mejores intenciones» (ganador, a su vez, de la Palma de Oro en Cannes), «La buena voluntad» es quizá el título más importante de la obra de Bergman como escritor. La cercanía sentimental del autor con lo narrado y el peso de los protagonistas en la formación de su propia sensibilidad convierten esta novela en la más íntima de sus indagaciones en las pasiones humanas, un rotundo testimonio de la conducta de hombres y mujeres que Bergman aprovecha para revisar y fijar la nómina completa de sus obsesiones: la incomunicación, los secretos, la mentira, la culpa, las relaciones de poder en el seno de la familia, el vértigo sexual, la convivencia en pareja, la esperanza (o la fe) y su pérdida. Y el rencor, como incesante y mórbido baile de máscaras.
Obra central de su trilogía familiar y cumbre de la trayectoria de su autor, Niños de domingo es también la «novela del padre» de Bergman, tanto como Conversaciones íntimas será «la de la madre». Un fin de semana de verano y un entorno campesino, propicios a la fantasía y al nacimiento del deseo, son el marco elegido para el reencuentro con el pastor Bergman y la carismática Karin. Su hijo menor tiene ocho años y nació en el último día de la semana; es por eso que este «niño de domingo» puede ver espíritus, fantasmas y trasgos, aunque los adultos se empeñan en dictar los límites de la realidad: «No hay fantasmas, no seas bobo, ni demonios ni muertos que abran sus bocas ensangrentadas al sol». El miedo a la vejez (que siempre es escatológica) y a la muerte, el primer despertar sexual y una temprana crisis de fe asaltan al pequeño Pu, que no es otro que un jovencísimo Ingmar, aunque «cada niño en la obra de Bergman nos dice Margarethe von Trotta es él mismo». El estilo de este Bergman ya anciano es paradójicamente juvenil, se diría desaliñado, poco dado a perfilar lo ya escrito, y por eso mismo es ágil, es incisivo, y vibra, cuando no aletea. Una engañosa sencillez y la sensualidad propia de la mirada infantil gobiernan el planteamiento, y un puente invisible acaba uniendo esta obra maestra con aquella otra sembrada de Fresas salvajes.
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